viernes, 31 de agosto de 2012

Industrialización de Japón.


El reto de industrializar Japón fue percibido por las nuevas elites políticas del país como un imperativo geopolítico. China, largamente considerada como punto de referencia en la historia japonesa, había perdido las guerras del opio como consecuencia de la superioridad industrial militar de Gran Bretaña, y el resultado había sido, además de una humillación geopolítica, el descenso del país a un estatus semicolonial.

Si, en momentos previos de la historia japonesa, China había marcado el camino a seguir, en torno a 1868 China representaba el destino a evitar. La presión de las potencias occidentales para que Japón se abriera al exterior iba haciéndose cada vez más fuerte. ¿Qué camino tomar? ¿Una versión japonesa de las guerras del opio: un vano intento por oponer fanatismo nacionalista a una tecnología occidental más avanzada? ¿O, mejor, fomentar un proceso de industrialización que, con el tiempo, permitiera a Japón convertirse en un primer actor en la escena internacional?

El nuevo lema mostraba a las claras la opción por la segunda de estas posibilidades: “enriquecer el país, fortalecer el ejército”.

La estrategia japonesa de industrialización se basó en una política económica en la que predominó el elemento de coordinación y facilitación por encima del elemento de mandato y control, al menos durante el periodo que va desde 1868 hasta el ascenso de un militarismo intervencionista en la década de 1930. Las reformas Meiji se desarrollaron en cuatro áreas estratégicas: marco institucional, promoción industrial, sector agrario y sistema fiscal.

Lo primero era abolir el marco institucional premoderno de la era Tokugawa. Los dominios dejaron de ser las unidades político administrativas en que se organizaba el país: pasaron a serlo prefecturas básicamente similares a las modernas provincias o regiones europeas. En otras palabras, la capacidad de las elites agrarias para absorber excedente dependería ahora de su capacidad para obtener rentas o beneficios en la agricultura (o, si lo deseaban, en otros sectores), pero dejaba de estar ligada a su posición como estamento privilegiado con funciones administrativas.

Por otro lado, se estableció la plena libertad de ocupación y residencia, al tiempo que la libertad de mercado se vio reforzada por la abolición de los gremios. Básicamente, Japón emprendió un proceso de liberalización a gran escala, no ya en el mercado de productos, sino muy especialmente en el mercado de factores, otorgando una mayor libertad económica a los trabajadores, empresarios y terratenientes para decidir sobre los usos de sus factores productivos (mano de obra, capital y tierra).

Este nuevo marco institucional se consideraba adecuado para fomentar el desarrollo económico y, muy especialmente, para impulsar el proceso de industrialización del que tanto dependía la suerte geopolítica del país. La política Meiji de promoción industrial fue inicialmente una política de promoción directa: creación de empresas públicas en sectores considerados estratégicos, como la construcción naval, la minería, la industria textil… Pero, a pesar del esfuerzo realizado por los gobernantes Meiji para que funcionaran con la tecnología más avanzada, estas empresas resultaron un fiasco, en parte (y como en otros casos históricos de promoción industrial directa) debido a sus altos costes de gestión y a sus problemas para encajar en los patrones prevalecientes de demanda.

En la década de 1880, casi veinte años después de la restauración Meiji, la economía japonesa seguía creciendo básicamente gracias a la misma revolución industriosa (la combinación de los mismos progresos modestos) que venía alimentando su crecimiento desde comienzos de siglo. ¿Había fracasado el intento de impulsar una revolución industrial?

Se abrió entonces una segunda etapa, mucho más fructífera, de promoción industrial. El gobierno pasó a desarrollar una amplia gama de acciones cuyo fin era promover la industrialización de manera indirecta. El asunto clave era conseguir que la tecnología occidental, más avanzada, pudiera servir de base para un proceso de industrialización liderado por empresas japonesas. Lo primero era contribuir a la formación de un tejido empresarial capaz de enfrentarse al desafío. En la década de 1880, el gobierno comenzó a vender a precio de saldo la mayor parte de sus empresas públicas, y de aquí surgieron algunos de los grandes conglomerados industriales que en lo sucesivo (y hasta el día de hoy) marcarían la historia económica japonesa. Estos grandes conglomerados, los zaibatsu, se expandieron a lo largo de todo el periodo Meiji y hasta la Segunda Guerra Mundial y proporcionan una de las principales corroboraciones históricas de la idea de Schumpeter de que las grandes empresas operando en régimen de competencia imperfecta (o incluso de monopolio) pueden generar un dinamismo tecnológico superior al de las pequeñas empresas que viven en el mundo de la competencia perfecta.

Los zaibatsu desempeñarían el crucial papel de impulsar las exportaciones japonesas de productos industriales, aprovechando los bajos salarios de Japón en relación a Europa occidental o Estados Unidos. Para ello, se apoyaron inicialmente en una política gubernamental de protección a la industria naciente y sustitución de importaciones. Sobre la base de este apoyo inicial, que también incluía la concesión de créditos blandos a sectores industriales considerados estratégicos, la economía japonesa fue escalando posiciones en la jerarquía de actividades de la economía mundial: de ser inicialmente una economía exportadora de productos primarios (como la seda) e importadora de tecnología y maquinaria extranjeras, Japón pasó a ser una exportadora de productos industriales.

Esto generó externalidades positivas sobre el tejido productivo japonés, en particular la posibilidad de aprovechar en mayor medida economías de escala e introducir a su capital físico y humano en la senda de los rendimientos crecientes.

Pero son demasiados los países del Tercer Mundo que, a lo largo del siglo XX, han intentado hacer esto mismo con resultados decepcionantes.

Son demasiados los países que han levantado barreras arancelarias y han otorgado subvenciones a sus empresarios industriales “estratégicos” para finalmente encontrarse con un tejido empresarial adormecido, unos desequilibrios macroeconómicos preocupantes, una cohesión social menguante y, en breve, unos resultados de desarrollo muy por debajo de las expectativas. El Japón Meiji evitó este destino porque sus gobernantes combinaron la política comercial con otras políticas de coordinación y facilitación que buscaban impulsar la difusión tecnológica, el dinamismo empresarial y la cohesión social. La incorporación de tecnología extranjera requería una inversión extra en capital humano, y los gobiernos Meiji destacaron por su relevante esfuerzo en esta materia: haciendo la educación primaria obligatoria, impulsando la educación en niveles posteriores, enviando temporalmente a los mejores estudiantes del país a ampliar sus conocimientos en el extranjero…

Esto contribuyó a la cohesión social del país y mejoró la cualificación de la mano de obra empleada en las empresas, evitando que la falta de formación actuara como cuello de botella en el proceso de asimilación de tecnología extranjera. A estas inversiones en capital humano se unieron posteriormente cuantiosas inversiones en infraestructuras de transporte e infraestructuras urbanas. 

Fuente: Collantes, Fernándo. El milagro japonés y el desarrollo del Lejano Oriente.

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