El
reto de industrializar Japón fue percibido por las nuevas elites políticas del
país como un imperativo geopolítico. China, largamente considerada como punto
de referencia en la historia japonesa, había perdido las guerras del opio como
consecuencia de la superioridad industrial militar de Gran Bretaña, y el
resultado había sido, además de una humillación geopolítica, el descenso del
país a un estatus semicolonial.
Si,
en momentos previos de la historia japonesa, China había marcado el camino a
seguir, en torno a 1868 China representaba el destino a evitar. La presión de
las potencias occidentales para que Japón se abriera al exterior iba haciéndose
cada vez más fuerte. ¿Qué camino tomar? ¿Una versión japonesa de las guerras
del opio: un vano intento por oponer fanatismo nacionalista a una tecnología occidental
más avanzada? ¿O, mejor, fomentar un proceso de industrialización que, con el
tiempo, permitiera a Japón convertirse en un primer actor en la escena
internacional?
El
nuevo lema mostraba a las claras la opción por la segunda de estas
posibilidades: “enriquecer el país, fortalecer el ejército”.
La
estrategia japonesa de industrialización se basó en una política económica en
la que predominó el elemento de coordinación y facilitación por encima del
elemento de mandato y control, al menos durante el periodo que va desde 1868
hasta el ascenso de un militarismo intervencionista en la década de 1930. Las
reformas Meiji se desarrollaron en cuatro áreas estratégicas: marco
institucional, promoción industrial, sector agrario y sistema fiscal.
Lo
primero era abolir el marco institucional premoderno de la era Tokugawa. Los
dominios dejaron de ser las unidades político administrativas en que se
organizaba el país: pasaron a serlo prefecturas básicamente similares a las
modernas provincias o regiones europeas. En otras palabras, la capacidad de las
elites agrarias para absorber excedente dependería ahora de su capacidad para
obtener rentas o beneficios en la agricultura (o, si lo deseaban, en otros
sectores), pero dejaba de estar ligada a su posición como estamento
privilegiado con funciones administrativas.
Por
otro lado, se estableció la plena libertad de ocupación y residencia, al tiempo
que la libertad de mercado se vio reforzada por la abolición de los gremios.
Básicamente, Japón emprendió un proceso de liberalización a gran escala, no ya
en el mercado de productos, sino muy especialmente en el mercado de factores,
otorgando una mayor libertad económica a los trabajadores, empresarios y
terratenientes para decidir sobre los usos de sus factores productivos (mano de
obra, capital y tierra).
Este
nuevo marco institucional se consideraba adecuado para fomentar el desarrollo
económico y, muy especialmente, para impulsar el proceso de industrialización
del que tanto dependía la suerte geopolítica del país. La política Meiji de
promoción industrial fue inicialmente una política de promoción directa:
creación de empresas públicas en sectores considerados estratégicos, como la
construcción naval, la minería, la industria textil… Pero, a pesar del esfuerzo
realizado por los gobernantes Meiji para que funcionaran con la tecnología más
avanzada, estas empresas resultaron un fiasco, en parte (y como en otros casos
históricos de promoción industrial directa) debido a sus altos costes de
gestión y a sus problemas para encajar en los patrones prevalecientes de
demanda.
En
la década de 1880, casi veinte años después de la restauración Meiji, la economía
japonesa seguía creciendo básicamente gracias a la misma revolución industriosa
(la combinación de los mismos progresos modestos) que venía alimentando su
crecimiento desde comienzos de siglo. ¿Había fracasado el intento de impulsar
una revolución industrial?
Se
abrió entonces una segunda etapa, mucho más fructífera, de promoción
industrial. El gobierno pasó a desarrollar una amplia gama de acciones cuyo fin
era promover la industrialización de manera indirecta. El asunto clave era
conseguir que la tecnología occidental, más avanzada, pudiera servir de base
para un proceso de industrialización liderado por empresas japonesas. Lo
primero era contribuir a la formación de un tejido empresarial capaz de
enfrentarse al desafío. En la década de 1880, el gobierno comenzó a vender a
precio de saldo la mayor parte de sus empresas públicas, y de aquí surgieron
algunos de los grandes conglomerados industriales que en lo sucesivo (y hasta
el día de hoy) marcarían la historia económica japonesa. Estos grandes
conglomerados, los zaibatsu, se expandieron a lo largo de todo el periodo
Meiji y hasta la Segunda Guerra Mundial y proporcionan una de las principales corroboraciones
históricas de la idea de Schumpeter de que las grandes empresas operando en
régimen de competencia imperfecta (o incluso de monopolio) pueden generar un
dinamismo tecnológico superior al de las pequeñas empresas que viven en el
mundo de la competencia perfecta.
Los
zaibatsu desempeñarían el crucial papel de impulsar las exportaciones
japonesas de productos industriales, aprovechando los bajos salarios de Japón
en relación a Europa occidental o Estados Unidos. Para ello, se apoyaron
inicialmente en una política gubernamental de protección a la industria
naciente y sustitución de importaciones. Sobre la base de este apoyo inicial,
que también incluía la concesión de créditos blandos a sectores industriales
considerados estratégicos, la economía japonesa fue escalando posiciones en la
jerarquía de actividades de la economía mundial: de ser inicialmente una
economía exportadora de productos primarios (como la seda) e importadora de
tecnología y maquinaria extranjeras, Japón pasó a ser una exportadora de
productos industriales.
Esto
generó externalidades positivas sobre el tejido productivo japonés, en particular
la posibilidad de aprovechar en mayor medida economías de escala e introducir a
su capital físico y humano en la senda de los rendimientos crecientes.
Pero
son demasiados los países del Tercer Mundo que, a lo largo del siglo XX, han
intentado hacer esto mismo con resultados decepcionantes.
Son
demasiados los países que han levantado barreras arancelarias y han otorgado
subvenciones a sus empresarios industriales “estratégicos” para finalmente
encontrarse con un tejido empresarial adormecido, unos desequilibrios
macroeconómicos preocupantes, una cohesión social menguante y, en breve, unos
resultados de desarrollo muy por debajo de las expectativas. El Japón Meiji
evitó este destino porque sus gobernantes combinaron la política comercial con
otras políticas de coordinación y facilitación que buscaban impulsar la
difusión tecnológica, el dinamismo empresarial y la cohesión social. La
incorporación de tecnología extranjera requería una inversión extra en capital
humano, y los gobiernos Meiji destacaron por su relevante esfuerzo en esta
materia: haciendo la educación primaria obligatoria, impulsando la educación en
niveles posteriores, enviando temporalmente a los mejores estudiantes del país
a ampliar sus conocimientos en el extranjero…
Esto
contribuyó a la cohesión social del país y mejoró la cualificación de la mano
de obra empleada en las empresas, evitando que la falta de formación actuara
como cuello de botella en el proceso de asimilación de tecnología extranjera. A
estas inversiones en capital humano se unieron posteriormente cuantiosas inversiones
en infraestructuras de transporte e infraestructuras urbanas.
Fuente: Collantes, Fernándo. El milagro japonés y el desarrollo del Lejano Oriente.
Fuente: Collantes, Fernándo. El milagro japonés y el desarrollo del Lejano Oriente.
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